VIRGEN MACARENA DE SEVILLA
MI VIRGEN DE LA ESPERANZA QUE NOS SALVARÁ |
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Domine,ut
Videam! Una reflexión para comenzar el 2020 con algo de esperanza.
Por
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31/12/2019
El ciego que nunca ha visto la luz no sabe qué son los colores, así como el sordo que nunca ha escuchado un sonido no tiene idea de lo que sea la música o la voz de un ser querido. Pero incluso aquel que ve no sabe lo que significa estar condenados a la ceguera, privados de la visión de una puesta de sol o de la posibilidad de mirar a los ojos a quien se ama; y aquel que escucha no imagina el vacío de la ausencia de una melodía, del canto de los pájaros, del flujo del agua en un arroyo. Y a menudo sucede que dos personas no alcanzan a comunicarse porque aquel que ve intenta en vano explicar al ciego las tonalidades que inflaman las hojas de los árboles en otoño, o al sordo cuánto sean capaces despertar de sentimientos indescriptibles los maravillosos acordes de una sinfonía.
Del
mismo modo, aquel que no tiene la gracia de la Fe no puede entender la luz
resplandeciente que ésta proyecta en el alma, ni la sublime armonía que une
admirablemente todas las verdades católicas. Pero incluso aquel que posee
la Fe difícilmente alcanza a concebir las tinieblas en las que camina a tientas
el incrédulo, el silencio de muerte que lo circunda. Incluso en esto puede
haber incomunicabilidad, cuando aquel que considera a la Fe como algo que no
requiere explicación intenta persuadir al amigo de que su ceguera espiritual y
su sordera moral no tienen motivo y pueden superarse con un simple
razonamiento, casi con un vistazo del alma sobre la realidad.
Sin
embargo. Sin embargo, aquel que ve puede perder la vista en un accidente,
aquel que oye puede quedar sordo y descubrir lo doloroso que es verse privado
de estos sentidos que se tenían por descontados, normales y obvios. Todos
los hechos cotidianos se convierten en acciones complejas, algunos resultan
impedidos, otros necesitan de la ayuda de otros. No hay más colores en
nuestra vida, no hay más autonomía en el obrar, todo es oscuridad y
silencio. Nos damos cuenta de lo que hemos perdido sólo cuando ya no lo
tenemos. Y pensamos con pesar que ese amanecer, aquel sonido de campanas,
esa voz amiga permanecen como un recuerdo destinado a difuminarse con el
tiempo, y que quizás podríamos haber utilizado mejor nuestros días saboreando
con avidez los claroscuros de una pintura, los rasgos faciales de nuestra
madre, la voz de la niña que juega en el patio, el ladrido lejano de un
perro.
Incluso
aquel que asiste al inexorable enceguecimiento del mundo que lo rodea, a la
sordera espiritual de la humanidad, termina lamentando muchos gestos pequeños y
simples que hasta entonces tenía por obvios, cosas en las que ni siquiera había
necesidad de detenerse porque se daban por sentado. Pienso en cuando, de niño,
mi madre solía enjugar mis ojos al sonido de las campanas el Sábado Santo
-entonces el Exsultet resonaba durante el día-, o cuando se
recibía en casa al cura para la bendición pascual y se le ofrecía un pequeño
refrigerio; cuando se instalaba el pesebre en el escaparate de la
panadería, o cuando para Epifanía, los niños esperábamos no encontrar trozos de
carbón en el calcetín, y nos contentábamos con un par de caramelos, con un
pequeño coche de hojalata, con un trompo. Pienso en cuando se saludaba por
la calle a las monjas o los clérigos con ese alabado sea
Jesucristo que distinguía a los católicos de los comunistas y los
liberales; cuando mi padre se arrodillaba descubriendo su cabeza si nos
encontrábamos con un sacerdote que llevaba el Viático a un
moribundo. Pienso en el velo que mi madre y mi hermana se ponían
para entrar a la iglesia, aunque solo fuera para decir un Ave
María mientras se iba de compras o a colocar una flor en el altar de
Santa Rita. Pienso en el silencio austero de la radio el Viernes Santo, en
las rosas recogidas del jardín para arrojar los pétalos al paso del Santísimo
el jueves de Corpus Domini, en las telas y las alfombras
puestas para decorar los balcones cuando el Señor pasaba por la avenida de la
iglesia. Pienso en los paseos en bicicleta para ir a servir a las Vísperas
los domingos: aquellas Vísperas de las cuales, aun de niño, conocía todos los
Salmos de memoria, y el turíbulo que de jovencito le extendía al párroco
en el Tantum ergo. Y la cola en el confesionario el
sábado y los días previos a las fiestas. Pienso en la voz solemne de Pío
XII, en su mirada hierática y serena, en su dignidad no afectada, en su dulzura
con los hijos del Cardenal Ottaviani. Pienso en los cantos lejanos de las
monjas detrás de las rejas, en el aroma a cera de los bancos de la sacristía,
en las palabras de la Súplica a Nuestra Señora de Pompeya que mi abuela
recitaba para sí. En este día sumamente solemne de la fiesta de
vuestros triunfos… Pienso en la imagen de san Antonio Abad en el
negocio del carnicero, con su vela encendida, o en el cuadro de la Virgen de
Fátima en la sala de la modista a la que acompañaba a mi madre. Pienso en
el vestido blanco de la Confirmación, en el lazo atado en la frente, en las
estampas de la Comunión de mis compañeros, en el folleto del Precepto
Pascual. Pienso en las monjas sombreronas en los
hospitales, en los frailes con sandalias incluso en invierno, con la alforja
llena de pan viejo que el panadero guardaba aparte para ellos. En las Misas de
las seis de la mañana, casi siempre de Requiem, a las que asistían
alumnos y estudiantes, dependientes y damas, en silencio, con el Rosario en la
mano. Pienso en mi tonsura –Dominus pars haereditatis meae–
y en el rito con el que recibí las Órdenes Menores, en el sacerdote
asistente en pluvial: Eminentissime Pater, postulat Sancta Mater
Ecclesia… En la mesa sobre la que se ordenaba silentium, en
las Preces dicendae y en la meditación diaria en
el silencio de la capilla, en el canto de Completas, en la oración a Nuestra
Señora de la Confianza.
Y
me veo ciego, o temo convertirme en uno tal, porque ya no veo a las monjas con
la toca, siempre de a dos y con la mirada baja, ni al monseñor con medias rojas
que bajaba, rodeado de clérigos en saturno, la escalera del Seminario. En
su lugar, mujeres con los cabellos tratados con permanente y homúnculos con la
cruz escondida en el bolsillo. No veo aquellos ojos serenos, esas sonrisas
espontáneas, esa compostura educada, aquella despreocupación del repartidor que
cantaba mientras iba a hacer las entregas, del albañil en el andamio, del
zapatero en su tienda.
Me
siento sordo, o al menos no encuentro ya más todos aquellos sonidos queridos,
aquellas voces amadas, esas melodías tan sublimes como normales para nosotros
en aquellos tiempos. Música alegre, sonidos familiares, una costumbre con
lo sagrado que estaba tan íntimamente ligada a nuestra vida cotidiana como para
no despertar ni asombro ni vergüenza. Y también el herrero socialista, el
librero judío, el médico masón respetaban y se adaptaban voluntariamente a un
orden social que hacía que nuestros días fueran serenos a pesar de fatigosos,
nuestra mesa feliz aunque sobria. Porque todo giraba en torno a
Cristo.
Han
pasado tantos años desde aquel tiempo, que hoy parece que estemos viviendo en
otro mundo. No nos dimos cuenta. No nos percatamos de que
alguien había decidido trocar una civilización milenaria por los cigarrillos
estadounidenses y las radios de transistores, por las minifaldas y los jeans, y
luego por el referéndum sobre el divorcio, por los ataques de las Brigadas
Rojas, por la ley sobre el aborto. Pero este grotesco trueque era mundano,
era profano, no había tocado el alma de la Iglesia ni mucho menos la de los
fieles. La verdadera venta de liquidación la hemos visto con el Concilio,
con los birretes sacerdotales arrojados al Tíber, y con todo este frenesí de
complacer al mundo, de mostrarse modernos, de no suscitar la impresión de
quedarse atrás. Fuera con todo, y todavía no era nada: aún debía llegar
Bergoglio.
Como
señaló sagazmente monseñor Viganò en su última intervención (aquí),
todo sucedió «sin que la mayoría repare en ello. Sí, porque el Concilio
Vaticano II abrió algo peor que la Caja de Pandora: la Ventana de Overton, de
un modo tan gradual que nadie se ha dado cuenta de la alteración que se ha
llevado a cabo, de la auténtica naturaleza de las reformas, de sus dramáticas
consecuencias, y ni siquiera se ha llegado a sospechar quién manejaba realmente
los hilos de esta gigantesca operación subversiva».
El
mundo –nuestro mundo, nuestra Patria, Italia, que se enorgullecía
de ser católica, apostólica y romana- se está volviendo ciego y sordo. Ya
no quiere ver ni escuchar más a Dios. Y quizás Dios no quiere ver el abismo en
el que se hunde en violación de Su ley, no quiere escuchar sus
blasfemias. Y hay quien espera que ese mundo finalmente resulte destruido,
esfumado, extinto. Es más: se alegraría de ello, porque la mera presencia
de un Crucifijo o de un Niño en el pesebre provoca escándalo, ofende a los que
no creen, viola la libertad de religión. Esa libertad aclamada
desgraciadamente por el Concilio, y de la cual hoy vemos los frutos amargos,
con las estatuas de Lucifer erigidas en las plazas y los niños inmolados al
Moloch pro-choice.
Pero
en este mundo de imágenes y fantasmas, de estrépito y rumor, de obscenidades y
herejías, hay ciegos y sordos que comienzan a entender qué es lo que han
perdido, al igual que aquel que ha sido privado de la vista o del oído después
de haber visto y oído. Hay quien entiende que es ciego y sordo, mientras
que antes no entendía acerca del ver y del oír, o tal vez no quería
hacerlo. Hay sacerdotes que, enfrentados con la sordidez calvinista de la
liturgia reformada, no acertaban a tomar una decisión que hoy resulta
inevitable, y vuelven -o comienzan ex novo- a celebrar los
ritos antiguos y venerandos. Hay monjas que, ante la persecución de
figuras como Braz de Aviz, redescubren el espíritu de la Regla y se inmolan por
la Iglesia. Hay frailes que se dejan crucificar por sus Superiores, tal
como Cristo se dejó prender por los Sumos Sacerdotes del templo. Hay
fieles que descubren la vida cristiana precisamente cuando desde el Solio se
los incita al adulterio en nombre del discernimiento. Hay pecadores que
comprenden el heroísmo del arrepentimiento y de la virtud precisamente cuando
los Pastores legitiman el concubinato y la sodomía. Hay Católicos tibios
que se encuentran defendiendo el honor de Dios ante los eclesiásticos que vilipendian
a la Virgen y adoran a los ídolos. Profesores mudos y teólogos hasta aquí
silenciosos que denuncian públicamente las desviaciones doctrinales del
Clero, periodistas moderados que escriben artículos en defensa de la moral
tradicional, mientras que horrendos jesuitas alaban la herejía y arguyen en pro
de la inmoralidad. Hay jóvenes que descubren la Sagrada Escritura y los
tesoros invaluables de los Santos Padres, mientras los Obispos falsifican el
Antiguo y el Nuevo Testamento. Hay políticos que aprenden a defender a la
Nación y su Fe mientras desde Santa Marta se repite ad nauseam el
mantra de la acogida.
La
Gracia nos toca cuando menos lo esperamos, como le sucedió al ciego al paso de
Nuestro Señor.
Los
últimos tiempos que estamos viviendo nos muestran que en las buenas almas la
Verdad brota límpida y cristalina y que en las almas corruptas el engaño, el
fraude, la mentira que propagan es la misma que sugirió la Serpiente antigua
desde su Non serviam. y desde la caída de Adán y Eva: seréis
como dioses. Pero el pecado no es, en el sentido de que al no remitir
a la Verdad que es Dios, no posee en sí mismo el ser, no puede ni debe existir,
y como tal está destinado a desaparecer cuando la Providencia nos haya hecho
comprender nuestra ceguera y nuestra sordera. Cuando nos demos cuenta de
cuán verdaderas son las palabras del Salvador: “Sine me nihil potestis
facere”. Por esta razón, tanto al ciego del Evangelio como a cada uno
de nosotros, Él pregunta: «¿Quid vis tu faciam tibi?», porque
quiere que reconozcamos nuestra enfermedad y que Lo reconozcamos como nuestro
único Médico.
En
estos tiempos de tribulación vemos al Mal por lo que es, en su fealdad, en su
insoportable arrogancia, en su violencia verbal y física, en su inevitable
carga subversiva y revolucionaria; pero precisamente por esto -a
diferencia de otras épocas en que la cizaña infestaba el campo de Dios pero aún
no había sofocado la mies como lo hace hoy- es la ostentación del Mal lo que ha
abierto los ojos de muchos fieles, haciéndolos comprender el engaño al que
habían estado sujetos.
Pensemos
en mons. Viganò: sus palabras de fuego contra la apostasía de la secta
bergogliana nunca se hubieran podido oír hace sólo diez años, aun cuando todas
las premisas de esta crisis habían sido ya puestas, y de hecho remitían a una
conspiración de más de cincuenta años de vigencia. Y dan ganas de decir:
Viganò habla como Lefebvre. “Hago y digo lo que me han enseñado”, dice
el cardenal Burke. Palabras que hacen eco al Tradidi quod et
accepti de San Pablo. Es cierto: son las mismas palabras de los
Apóstoles, de los Santos Padres, de los Doctores de la Iglesia, de los Papas de
los siglos pasados. Debido a que la fuente de la que provienen es siempre
la misma, la Verdad que los ilumina es siempre idéntica, como siempre el mismo
es Dios, inmutable en el tiempo. E incluso aquellos que hasta ahora no
habían entendido, hoy tienen la gracia de poder recuperar la vista.
A
los mismos errores malditos de Satanás diseminados a lo largo de los siglos,
opongamos con orgullo la misma y bendita Verdad de Dios, quien nos prometió la
victoria final. Pero antes de que podamos saludar ese día glorioso, todos
nosotros -todos: Prelados, clérigos, fieles- clamemos al cielo: «¡Domine,
ut videam!», para que finalmente caiga el velo que oscurece nuestra
visión espiritual. “Domine, ut audiam!», para que nuestros
oídos se abran a la voz de Cristo.
Cesare
Baronio
HASTA ACÁ ADELANTE LA FE.
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los revivo como un pretérito cercano; vestidas con nuestros trajes de Primera Comunión, el mío de la Virgen de Lourdes, en lugar de la mantilla una corona de flores blancas, colgando de un brazo un canastillo desbordando pétalos de rosas los que dejábamos caer suavemente a los pies del Santísimo.
Nos habían dicho que éramos como ángeles que perfumaríamos el camino del Señor y así nos sentimos querubines; el día etéreo nos envolvió en un hálito celestial; sin duda nos guiaba el Espíritu Santo
Las reflexiones de Cesare Baronio son un acierto, una suma de vivencias perimidas; un paralelismo del antes y ahora; una discordancia de épocas. Exacto cuando afirma "...aquel que no tiene la gracia de la Fe no puede entender la luz resplandeciente que ésta proyecta en el alma, ni la sublime armonía que une admirablemente todas las verdades católicas..." ;"...el inexorable enceguecimiento del mundo...la sordera espiritual de la humanidad.."; y piensa "... en las monjas sombreronas en los hospitales..."
¡Cuán cierto lo que afirma! "...Eran las vicentinas pero estaban también las otras congregaciones que se extrañan enormemente en los hospitales de hoy infectados hasta en los más recónditos rincones; con sus alejamientos entró la relajación, el abandono de la ética profesional. (Esta reflexión es mía.)
(...han pasado tanto años desde aquel tiempo, que hoy parece que estamos viviendo en otro mundo..."
(...) la verdadera venta de liquidación la hemos visto con el Concilio, con los birretes sacerdotales arrojados al Tíber...) "...el divorcio.." "...la ley sobre el aborto..."
Y en pág:. 4 llegó Bergoglio con su ¡Cambiar todo! Seguir con la revolución! ¡Dar vuelta todo,dentro y fuera de la iglesia en unión con el Estado! ¡Antes proclamaban la separación de ambos ¿y ahora?
Podemos parodiar : El mundo -nuestro mundo- nuestra Patria, Argentina, que se enorgullecía de ser católica, apostólica y romana- se ha vuelto ciega y sorda. Ya no quiere ver ni escuchar a Dios.
Y en pág.5: (...) pero en este mundo...... ....de obscenidades y herejías, hay ciegos y sordos que comienzan a entender qué es lo que han perdido..."
Y en.pág.6: "En estos tiempos de tribulación vemos al Mal por lo que es, en su fealdad, en su insoportable arrogancia, en su violencia verbal y física, en su inevitable carga subversiva y revolucionaria; pero precisamente por esto -a diferencia de otras épocas en que la cizaña infestaba el campo de Dios pero aún no había sofocado la mies como lo hace hoy- es la ostentación del Mal lo que ha abierto los ojos de muchos fieles, haciéndolos comprender el engaño al que habían estado sujetos."
Acá termino mis comentarios, preguntándome si no es que debemos conocer al MAL en toda su "crudeza" diabólica y humana para "abrir el seso y despertar" ?
VIRGEN DE GUADALUPE PROTEGE A LOS NIÑOS QUE DEBAN NACER
EN EL 2020, Y A LOS QUE SE SALVARON DEL BISTURÍ PERO A LOS QUE LES
ESPERA LA MUERTE DEL ALMA .
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LA SALVACIÓN ESTÁ EN LA OBEDIENCIA Y EN LA LEALTAD -ANUNCIA FRANCISCO Y YO DESEO-UN PASITO MÁS Y NOS SALVAMOS |
REFLEXIONES EN PÁG. 4- La verdadera venta de liquidación
la hemos visto en el Concilio Vaticano II
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